La Tierra registra su día más corto

Durante los últimos 40 días, los relojes atómicos que miden el ciclo de la rotación de la Tierra han registrado los días más cortos de los que habían tenido noticia desde que empezaron a hacer su trabajo en los años 60. El pasado 26 de julio, el planeta se ahorró 1,5 milisegundos en su viaje diario de 86.400 segundos. Antes, el 28 de junio fue un día aún más rápido: terminó el giro con 1,59 milisegundos de adelanto.

Dos marcas así de imponentes indican una tendencia: durante las últimas dos décadas, abundan las rotaciones rápidas. Aunque, si ampliamos la percepción, la tendencia es lo opuesto: los giros se han ralentizado durante millones de años, aunque el tipo de ritmo es inconstante. En un pasado distante al presente, un día duraba un par de horas menos.

“Eso se debe a la presencia de la Luna”, explica Antonio Rius, físico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). “Un cuerpo cercano, a través de su fuerza de atracción, se queda con una parte de la energía que la Tierra empleaba en rotar”, puntualizó.

El desvío de 1,59 milisegundos sigue siendo tan pequeño que no afecta el convencionalismo del día, ni representa ningún desorden cósmico relevante para la realidad.

En 2016 esa inexactitud natural llevó a que el International Earth Rotation and Reference Systems Service (IERRS), añadiera un segundo fantasma al 25 de junio de 2005, el llamado leap second. Aquel día duró 86.401 segundos porque esa fue la manera de normalizar un desfase acumulado entre nuestro tiempo y el ritmo del planeta, entre el tiempo astronómico y el tiempo atómico. Se puede afirmar que durante los 45 años anteriores, el mundo se regaló 37 segundos así.

Pero, ¿Por qué el tiempo no es exacto? La respuesta mejor documentada explica que los polos bailan en ciclos de 433 días en círculos irregulares de entre tres y 15 metros de diámetro, de acuerdo con una pauta llamada “bamboleo de Chandler“, conocida desde el año 1891. La razón de esa oscilación, según un estudio realizado en el año 2000, es que se debe a la presión fluctuante del fondo oceánico, originada por los cambios en la temperatura y la salinidad, así mismo, se le atribuye a los cambios en la dirección de las corrientes oceánicas.

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